martes, 10 de marzo de 2015

MIS ABUELOS DE EL CUERVO, TERUEL.

Evocaciones y remembranzas referidas a mis ancestros maternos.


 

“Nada nos envejece tanto
como la muerte de aquellos que conocimos durante la infancia”
-Julian Green (1900-1998), escritor norteamericano,
 nacido en Francia-.





Palabras previas.
Mis abuelos de El Cuervo -José León Garzón Casino y Dominica Casino Alamán-, se casaron en su villa natal a las 8:00 horas de la mañana del día 28 de septiembre de 1901, a la edad de 24 años y tuvieron cinco hijos, un varón y cuatro mujeres, y once nietos. A la hora de firmar las actas, el abuelo firmó por él y por su esposa, que no sabía. Tampoco sabían escribir las madres de los contrayentes -María Casino Millán y Matea Alamán Asensio-; por ellas firmó uno de los testigos, José Valero Murciano, que sí sabía. Los padres de ellos no asistieron a la boda, por hallarse difuntos.  Los abuelos fallecieron hace ya muchos años, y también sus hijos, entre los que se hallaba mi madre; de los nietos quedamos siete: el mayor tiene ochenta años y el más joven en torno a sesenta... Mi familia materna fue relativamente numerosa, y siempre estuvo muy unida; ello se debió quizá a que la mayoría eran mujeres, pues las mujeres suelen “tirar” hacia la línea ascendiente mucho más que los hombres; además, mi madre y sus hermanas adoraban a sus padres, devoción que supieron transmitir a sus hijos. Pese a vivir en distintos lugares, la unión familiar se mantuvo durante décadas, mientras vivieron las hermanas. Desaparecidas ellas y su hermano mayor, cada primo ha tirado por donde la vida le ha llevado, lo que ha supuesto un incremento en la distancia emocional, hasta el punto que nuestros hijos, los míos y los de mi hermano, por ejemplo, apenas conocen a los hijos de algunos de nuestros primos –quiero decir que su conocimiento es superficial, somero, incluso nulo-; cuánto menos conocerán a los nietos. Parece que esto es lo habitual, conforme el árbol familiar crece, las ramas se dispersan...


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Vista meridional de la villa de El Cuervo (Teruel), de fecha inmediatamente posterior a la guerra civil -en todo caso, antes de la construcción del Edificio de las Escuelas Públicas-. 

La casa de los abuelos, en El Cuervo.
Mis padres vivían en Torrebaja y periódicamente subíamos a El Cuervo para ver a los abuelos y estar unos días con ellos. En realidad éstos de El Cuervo fueron los únicos abuelos que conocí, ya que los de Torrebaja ya habían fallecido: el abuelo Román antes de mi nacimiento y la abuela Vicenta cuando yo tenía apenas cuatro años. Esto se explica, en parte, porque mi madre era bastante mayor que mi madre. A veces subíamos en el coche de línea que hacía el recorrido diario de El Cuervo a Teruel por la mañana y regresaba por la tarde, haciendo el trayecto inverso. Otras veces íbamos en el taxi de Miguel Fortea, que tenía un vehículo grande, negro, muy capaz. Mis abuelos vivían en la calle del Castillo, que iba de la plaza de la Iglesia hacia las Escuelas. La casa era enorme, un verdadero laberinto, pues estaba formada por varias casas unidas entre sí, dispuestas en distinto nivel. La casa que daba a la calle poseía una puertecita estrecha por la que se accedía habitualmente, y otra más amplia que daba al descubierto, por donde se accedía con las caballerías. Pero esta puerta del descubierto ya no se utilizaba, ya que entonces las caballerías estaban en otra de las casas de la parte alta.
Al primer piso de esta primera casa se accedía por unas escaleras de amplios peldaños con atoques de madera. La escalera continuaba hacia la parte superior por otras escaleras más estrechas que daban a una cambra. En el último rellano de este tramo había una puerta por la que se salía al exterior por un callejón estrecho, por encima del cual quedaba el patio de la casa del medio. El primer piso de esta primera vivienda poseía un comedorcito en el que había un armario con vitrina y cantareras en la parte de abajo. Desde este recinto se accedía a otro más amplío paralelo a la línea de fachada, en cuya parte interna se hallaban las alcobas. En la alcoba del fondo recuerdo haber pasado el sarampión junto con mi hermano pequeño. La abuela nos tapaba con unas sayas suyas rojas que tenía, y la bombilla la cubrieron también con una tela roja. Según la creencia popular, el color rojo, como el de la propia erupción sarampionosa, resguardaba contra la enfermedad. El argumento no parece tener mucha enjundia, pues se basa en la ley de los semejantes: lo rojo, con rojo se cura. Permanecimos varios días en la cama, con fiebre, picores y manchas rojas por el cuerpo; de aquellos momentos recuerdo, además del color rojo que nos envolvía, el rústico sonido de la campana del reloj de la iglesia cuando daba las horas, un son familiar, pausado y rotundo, que me gustaba: si tocaba las ocho es que eran las ocho, no había vuelta de hoja. El sonido del bronce marcaba entonces la vida vecinal. El reloj repetía las horas a los pocos minutos, yo esperaba ese momento y contaba mentalmente su repique...



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Fotografía de juventud de mi abuela materna -Dominica Casino Alamán (1877-1960)-.

Aquella sala del primer piso en cuya parte interior se abrían las alcobas tenía el piso de yeso enlucido, sin ladrillos. El balcón que daba al descubierto poseía unas cortinas a modo de colgaduras. Había también una mesa con un largo cajón en el que los abuelos tenía sus cosas, papeles de escritorio, pañuelos, objetos extraños cuyo uso era para mí desconocido. Muchas veces abrí yo aquel cajón, esperando encontrar no se qué, pues siempre he sido muy revolvedor. Sobre la mesa había un gran espejo, y un cuadro de buen tamaño en el que se vía una mujer de rasgos fuertes, con la raya del cabello en medio, muy marcada, y con una chiquilla en brazos. La abuela me decía, mira, esa es tu madre, señalando a la preciosa niñita. La mujer de rasgos fuertes, con raya en el centro, era ella, mi abuela. Aquella foto correspondía a una fotocomposición aceptable. En un rincón de la sala había un aguamanil, con espejo, palangana, toallero y espacio para la jarra. Por encima del lavamanos había un cuadrito encristalado con un mechón de cabello rubio atado con una cinta. Cuando le preguntaba a mi abuela por aquello no me contestaba, o lo hacía con palabras que yo no comprendía.

En otra de las alcobas de la sala dormían los abuelos. Desde esta cámara se accedía a otra interior más elevada, pues para entrar en ella había que subir varios peldaños. Había allí una cama de hierro muy alta, un arcón de madera y un mundo con refuerzos de cuero y metal. Desde esta última estancia se accedía a otra que hacía de despensa, en la que la abuela tenía de todo, los jamones y embutidos, las conservas, manojos de hierbas medicinales y sin fin de cachivaches colgados de las paredes. Había allí un aroma especial, inconfundible, que nunca más he vuelto a experimentar. La despensa mantenía una temperatura constante, se ventilaba mediante un ventanuco que había en un lado. Lo curioso de esta última estancia es que ya pertenecía a otra casa, a la de en medio, pues ya digo que todas estaban comunicadas. Por unas estrechas escaleritas se accedía a una sala oscura en la que los abuelos tenía las alacenas, las cantareras y objetos del menaje. Desde esta se pasaba propiamente a la cocina, donde estaba el fuego bajo, allí comían los abuelos. Esta cocinita se comunicaba con la cambra de la casa de abajo mediante unas escaleras de madera de amplios peldaños, con baranda. Recuerdo a la abuela sentada en una silla frente al fuego bajo, mientras mi madre o alguna de mis tías la peinaba. La abuela era de cuerpo menudo, tenía la cara bondadosa, arrugada, expresión de haber vivido mucho, las manos sarmentosas... y vestía una sayas oscuras, con faldriquera y pañuelo a la cabeza. Tenía un carácter muy distinto al del abuelo, ella era callada, seria, poco dada a la broma. En cierta forma, sin embargo, se complementaban. Incluso de mayor conservaba el cabello oscuro, muy largo, tanto que le llegaba a la cintura. Una vez peinado le hacían una trenza muy fina, que luego enrollaban en un moño sujeto con horquillas, unas horquillas con una bolita negra y brillante en un extremo que nunca más he visto después. Fuera de casa siempre llevaba puesto un pañuelo negro a la cabeza, y no le gustaba que la fotografiasen. Debía tener su punto de coquetería, como todas las mujeres, pues parece que el motivo de evitar los retratos eran las arrugas de su cara viejecita. De hecho apenas se conserva algún retrato de ella, además de aquella foto grande en la que aparece con mi madre en brazos.


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Detalle de una fotografía de mi abuelo materno -José Garzón Casino (1877-1959)-, junto con uno de sus nietos -Ramón Torredefló Garzón-, en El Cuervo (Teruel).

La cocinita de la casa de en medio daba a otra sala que hacía de entrada, cuyo piso aparecía cubierto de yeso tosco entre las vigas, formando las cimbras. Sobre el mismo suelo había patatas, cebollas, incluso panojas extendidas. En un rincón de esta estancia había un armarito empotrado en el que los abuelos guardaban las herramientas, tenazas, destornilladores y variedad de objetos pequeños que a mi me encantaba manipular. La parte inferior de esta estancia pertenecía a otra casa, propiamente a la cuadra de la vivienda vecina; parece que las casas se sobreponían. Desde esta estancia anexa a la cocinita se salía a un amplio patio exterior en el que había una higuera; posteriormente hubo una parra que lo sombreaba. En este patio había un corral donde los abuelos tenía los animales, cerdos, gallinas, conejos. Las gallinas andaban a veces sueltas por el patio. Había también un pequeño huerto en alto y un alatonero de grueso tronco. Desde este patio se accedía a otra casa, ésta a medio acabar y en la que había trabajado el tío Ricardo Esparza, un albañil de Torrebaja amigo de mi abuelo, que había estado de joven en Cuba. Por un lateral del patio se salía a un callejón que daba sobre el edificio de las Escuelas Públicas, desde donde se vía Castielfabib. Frente al colegio había una casa con patio, allí vivía la tía Paula, una señora mayor con gafas de miope: decían si era espiritista, que podía hablar con los muertos, y tenía varias gallinas a las que continuamente llamaba, pitas, pitas, pitas...

En la cambra de la casa de abajo había aperos, areles, garrafas, unos colchones de farfollas donde nosotros echábamos la siesta en verano... y un baúl con ropas de mi abuelo, entre ellas el uniforme, pues en su juventud había sido Guardia de Seguridad en Madrid, Teruel y Barcelona. Entre las prendas de guardia estaban los correajes y cartucheras, y una porra de medio metro de larga con la que mi hermano y yo jugábamos a policías y ladrones. Mis abuelos habían emigrado en su juventud a Madrid, donde ya digo que el abuelo era guardia, trabajo que alternaba con el de podador en una cuadrilla de gente de la zona, de El Cuervo, Cuesta del Rato y Castielfabib. Uno de los lugares donde trabajaban era el Palacio Real, allí conoció al joven rey Alfonso XIII, que se escapa de sus cuidadores y se iba con los trabajadores, a almorzar con ellos, pues le gustaba mucho la comida que llevaban. Pobre comida sería, pero que al joven rey le gustaba, pues ya de muchacho dicen que era muy campechano. La familia residía en el Barrio del Progreso de Carabanchel Bajo, Madrid; estando allí nació mi madre, esto fue el 17 de septiembre de 1913, a las 13:00 horas. Mis abuelos tenían entonces 36 años, pues ambos habían nacido en 1877. Y cuatro años más tarde, en 1917, les nació Celestina, la última hija.


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Las cuatro hijas de mis abuelos de El Cuervo (Teruel): Francisca (1913-1999), Clotilde (1908), Celestina (1917-2014) y Amelia (1911-1998), en Barcelona (ca.1925). 



De Madrid a Teruel y Barcelona.
Poco después del nacimiento de mi tía Celestina los abuelos decidieron trasladarse a Teruel, para estar más cerda del pueblo, ya que la abuela echaba mucho de menos su tierra, su casa, las fincas que tenían. Decía que en aquella época ya les habían nacido los cinco hijos que tuvieron: José (1905), Clotilde (1908), Amelia (1911), Paquita (1913) y Celestina (1917). Teruel era entonces un pueblo grande; la única ventaja que podía tener respecto de Madrid era estar más cerca de El Cuervo. Mis abuelos y sus hijos vivieron en una casona de la calle del Clavel, una calleja estrecha que todavía existe por encima de la plaza del Torico, según se sube hacia el Rabal a la mano derecha. Contaba mi madre que estando en Teruel le ocurrió a mi abuelo tener que socorrer a una señora cuyo marido le estaba dando un paliza. Mi abuelo agarró del pescuezo al agresor y lo separó de la pobre mujer. Habría que decir que mi abuelo era un mocetón, alto y fornido –todo lo contrario que yo, que salí a la abuela-. Nada más separarlo la mujer se encaró con mi abuelo, dándole patadas e insultándole para que soltara al marido, alegando que aquello eran cosas suyas, y que nadie se tenía que meter... No sé cómo acabaría el lance, probablemente dejándoles marchar, tanto a la mujer como a su agresor. Entonces no había leyes contra la violencia de género...


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Francisca Garzón Casino, en Barcelona, cuando contaba 17 años (1930).
Mis abuelos estuvieron un tiempo en Teruel, meses, años, no sé... El caso es que mi abuela comenzó a estar aburrida de tanta gente como pasaba por su casa, pues todos los que iban de El Cuervo a Teruel por compras o lo que fuera, acaban desayunando o comiendo en su casa, incluso durmiendo. Aquello cansaba a la abuela, hasta el punto de pensar en marcharse. Sucedió por entonces que pasó por Teruel un amigo de mi abuelo, camino de Barcelona, adonde se dirigía para trabajar como carpintero en ciertas obras que estaban haciendo en la ciudad condal, quizá fuera en la ampliación de algún tramo del metro. El caso es que persuadió a mi abuelo para que dejara marchar con él a José, el hijo mayor. Una vez instalado parece que José les convenció para que se trasladan a Barcelona. Todo fue que se marcharon, pensaban que sus hijas tendrían allí mejor futuro. Primero se marchó el abuelo, a tomar posesión de su cargo y encontrar casa donde vivir. El único detalle de aquel viaje, de Teruel a Barcelona es que cuando el abuelo echó mano de la cartera no la encontró, la había perdido o se la birlaron en la estación. El disgusto fue de órdago, pues se quedó sin dinero. Suerte que tenía un sueldo del Estado, de esta forma salieron adelante. El resto de la familia, la abuela y sus hijas fueron después, por barco, vía Valencia. Durante la travesía las pequeñas se pasaron el viaje jugando en cubierta y cuando llegaron a Barcelona el abuelo no las reconocía, de sucias y negras que iban por la carbonilla. En Barcelona estuvieron varios años, el abuelo como Guardia, la abuela al cuidado de la casa y las hijas en la escuela o trabajando. Residían en la parte alta de la calle Verdi, entonces poblada de casitas bajas y áreas de descampado. Pero el abuelo enfermó de reuma en las piernas y tuvo que dejar el trabajo. Además, tampoco le sentaba bien la humedad de la ciudad. Finalmente, el matrimonio decidió volver al pueblo, pero José, Clotilde, Amelia y mi madre se quedaron en Barcelona. Aunque iban y venían con relativa frecuencia al pueblo, a ver a los abuelos, pues Amelia recordaba que estando en El Cuervo, a eso del medio día, oía los estampidos de los barrenos con que perforaban los túneles de Castielfabib. Esto fue en la segunda mitad de los años veinte, durante la Dictadura de Primo de Rivera...
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Francisca Garzón Casino (izquierda) y su hermana Amelia Garzón Casino (derecha), en Barcelona (ca.1935).




De Barcelona a El Cuervo.
En su regreso al pueblo les acompañó Celestina, la hija pequeña, que de moza estuvo siempre con ellos. Desconozco la fecha exacta en que tuvo lugar el viaje, pero pudo ser a finales de los años veinte, ya que se conserva una fotografía que mi madre les envió, luciendo una hermosa trenza con una dedicatoria: A mis queridos padres en prueba de cariño y afecto, su hija Paquita Garzón. Barcelona, día 26 de mayo de 1930 –tenía ella entonces 17 años-. Puede que estos fueran los años más felices para ellos, al menos para la abuela, que estaba muy apegada a su terruño. El abuelo era de otra forma, estimaba también su casa y sus fincas, pero estaba bien en cualquier parte, era un hombre más de mundo, abierto y coloquial. Tenía una yegua percherona que le ayudaba en las labores del campo, y una perra color canela llamada “Cuqui”. Un día la perra se le cruzó en el camino, ladrando como una descosida. Ante los ladridos del can la caballería se paró de inmediato, enseguida vio pasar el abuelo una culebra por el camino, gruesa como el brazo o poco menos. A mediados de julio de 1936 estaba trabajando en unas fincas que tenía en El Río de Allá Arriba, una partida del término aguas arriba del Ebrón. Allí cultivaba de todo lo que daba la tierra, variedad de frutas, uvas, manzanas, peras..., incluso tabaco, cuyas matas tenía escondidas entre el maíz. Aquella finca era un vergel, el paraíso particular del abuelo. Celestina le llevaba cada día la comida al abuelo, para que no perdieran tiempo en subir y bajar, pues la zona quedaba lejos del pueblo. En aquella ocasión, al pasar Celestina con su cesta de comida vio que gentes de fuera y otras del pueblo estaban sacando cosas de la iglesia –imágenes, libros, ropas del cura...- y quemándolas en la plaza. Cuando llegó donde el abuelo le contó lo que había visto: Padre –le dijo-, que hay gente en la plaza quemando cosas de la iglesia... El abuelo contestó: Malo, hija, esto es la guerra... Dejó lo que estaba haciendo y ambos se bajaron de inmediato al pueblo. No se había equivocado el abuelo, aquello fue el comienzo de la guerra civil... Para la gente con alguna experiencia –tal el caso del abuelo, que por entonces ya tenía sesenta años-, la guerra no fue una sorpresa, en especial desde las elecciones de febrero, ganadas por el Frente Popular, y durante toda la primavera de aquel año, en que el país vivía una situación social de agitación y violencia permanente, que el Gobierno no quiso o no pudo parar.

Celestina se casó a los 19 años, el mismo año que comenzó la guerra, con un mozo de Castielfabib llamado Manuel Gómez. Al comienzo de la guerra los del Comité llamaron a Manuel para formar parte de la Junta Revolucionaria local. Manuel era un joven sencillo, pacífico, aparentemente nada sabía ni supo nunca de política; ni la entendía ni le interesaba. Muchos años después, cuando yo le conocí, seguía siendo el mismo personaje franco y apacible que había sido de joven. Paradójicamente, Manuel era también amigo de la broma, un guasón como el abuelo que de todo hacia burla –al menos a mí me tomaba bastante el pelo-; aunque tenía también un rictus en el rostro, cosa que yo achacaba a sus dolores, pues con frecuencia padecía del estómago. Aparentemente la guerra no afectó a mi abuelo José, que siguió siendo un hombre bondadoso, hablador, dicharachero, siempre dispuesto a reírse, relator impenitente de anécdotas y chascarrillos. Durante la contienda le asignaron varios soldados a los que debía dar cobijo en su casa, y que le estimaban como a un padre. Tío José –le decían- háganos un caldero de gachas... El abuelo preparaba entonces el caldero con agua harina de maíz y sal, y lo ponía al fuego; mientras, la abuela, freía pimientos y tajadas, y preparaba el ajoaceite. En el año 37, antes de que las tropas franquistas llegaran al Mediterráneo, mi madre vino de Barcelona por Valencia en tren para ver a sus padres –tenía ella entonces unos 23 años-. En Utiel cogió un camión que venía para el interior, con bancos de madera atados a los costados de la caja del vehículo. Con ella iba una amiga suya de Torrebaja, Amelia Asensio, hija de José el Cuervero. En el mismo vehículo viajaban un grupo de milicianos que iban al frente de Teruel por la misma ruta. Los soldados se reían contando como en cierta ocasión, yendo por aquella zona de la Plana de Utiel, habían rociado a un cura con gasolina y le habían prendido fuego. El hombre gritaba y corría que se las pelaba –decían- con la sotana en llamas... Mi madre y su amiga oían el relato espantadas.


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De compras por las Ramblas de Barcelona: Amelia Asensio Muñoz de Torrebaja (2ª por la izquierda), Francisca Garzón Casino (3ª por la izquierda), ca.1945.
En El Cuervo la guerra terminó en abril de 1939 -con la entrada de las tropas franquistas del 3er batallón de Infantería de Gerona-.[1] Los miembros del Comité Revolucionario local y gente que se había destacado durante la guerra fue detenida y encarcelada, entre ellos Manuel, el marido de Celestina. Durante toda la guerra hubo varios vecinos de la villa escondidos en cuevas del monte. Mucha gente del pueblo lo sabía, también los del comité, pero nunca les molestaron ni dijeron nada. A las mujeres e hijas de los que habían pertenecido al comité las obligaron después de la guerra a limpiar la iglesia, que había servido de cuadra, almacén o lo que fuera durante la contienda. Manuel estuvo detenido en El Puig de Santa María, Valencia, y posteriormente en la Prisión Provincial de Teruel, donde Capuchinos. Manuel y Celestina habían tenido una hija nacida en plena guerra, fallecida de difteria en 1939, estando el padre todavía en la cárcel. Pese a todas las penurias todavía tuvieron que agradecer al régimen que le dejaran salir para el entierro. El mechón de cabello rubio atado con un cinta que había en el salón de alcobas de la casa de mis abuelos, era de aquella niña, llamada Anita... Estando Manuel en El Puig, Celestina iba periódicamente a llevarle a su marido una cesta con algo de comida, ropa limpia, calcetines de invierno. En cierta ocasión no le dejaron darle unas manzanas que le traía, se las tiraron al suelo en su presencia. Empleaba dos días en el viaje, y volvía triste y agotada, cuando no desesperada, al ver la situación en que se encontraba el preso. Cuando le trasladaron a la prisión de Teruel, Celestina se marchó a vivir a esta ciudad. Manuel y Celestina tuvieron otra hija, Amelia, esto ya en 1942; años después, ante la falta de perspectivas en El Cuervo la familia marchó a El Puerto de Sagunto, en Valencia, donde Manuel se colocó en Altos Hornos, sector de jardinería. Posteriormente les surgió la oportunidad y emigraron a Barcelona, donde vivieron muchos años... Manuel falleció joven, Celestina el año pasado, con 96 años cumplidos.

Mi abuelo José fue siempre un hombre alto, recio, fuerte, vitalista..., estimaba por encima de todo la relación familiar y la conversación con sus amigos. Hasta bien mayor, estando ya casi ciego, iba todos los días a la plaza del Horno, donde los olmos, a tomar un vino en la tienda de Dionisio Casino (1909-1999). Le gustaba el vino, en cada comida se bebía una botella; suerte que era liviano, cosechero. Pocos años antes de su muerte hubo de operarse de cataratas, lo llevaron a la clínica del Dr. Barraquer, en Barcelona. Entonces la operación no estaba tan depurada como ahora. Estuvo varios días ingresado y se le fue la cabeza -dijeron si se había desorientado-; pero yo siempre pensé que fue porque en la clínica dejaron de darle el vino que acostumbraba beber en las comidas.





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José Garzón Casino con dos de sus hijas -Amelia (izquierda) y Celestina (derecha)- y una nieta -Amelia Gómez Garzón-, posando en el patio de su casa de El Cuervo (Teruel), ca.1945.
 
La muerte de los abuelos.
Mis abuelos estuvieron siempre muy unidos, y así permanecieron hasta su final y acabamiento... El primero en fallecer fue el abuelo, la muerte le sobrevino en su casa de El Cuervo, esto fue el 5 de junio de 1959, cuando contaba 83 años. Decía mi madre que había muerto de una hemorragia, pero pudo ser de cualquier otra cosa, pues la vejez es hermana de la enfermedad y de la muerte. Del día del entierro conservo imágenes muy vívidas, aunque yo era entonces un niño de apenas 7 años. Recuerdo que para bajar el féretro de la sala donde estaba expuesto hubo algún problema. Y que cuando lo estaban sacando de la casa mi tía Celestina lanzaba unos gritos desgarradores, desde la cambra clamaba como una poseída, sollozando y dando portazos. Era su forma particular de manifestar su dolor. Yo iba de la mano de mis padres, asustado. Otra cosa que recuerdo es que cuando sacaron el féretro, en el trayecto de la casa de los abuelos a la iglesia comenzó a chispear, me angustiaba que el cajón donde llevaban a mi abuelo se mojara. No sé por qué, pero me producía desazón... Esta fue la primera muerte familiar que presencié. No sé si era lo suficientemente consciente, pero me di cuenta que llegado el momento las personas desaparecen de nuestra vida...



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Detalle de la lápida de mi abuelo -José Garzón Casino (1877-1959)-, en el Cementerio Municipal de El Cuervo (Teruel), 2013.


Hasta entonces, las hijas se turnaban en ir a cuidar a los abuelos a El Cuervo, pero tras la muerte del abuelo decidieron que sería mejor que la abuela pasara temporadas con las hijas. Lo que entonces se llamaba "ir a meses", expresión que siempre me ha parecido muy triste. Como cuando preguntas a alguien: Y tu padre, ¿qué tal? –y te responden bien, pero ya no sale-. Hoy día los abuelos siguen yendo "a meses", cuando no los meten directamente en una residencia, que es la forma moderna de llamar hoy al asilo. Ni siquiera la paga de los abuelos los libra de estos recintos de viejos. Y gracias que existen semejantes lugares, de lo contrario la vejez sería para muchos todavía más terrible. Fue así que mi abuela Domina bajó a Torrebaja, a la casa de mis padres. Después le tocó tenerla a su hijo José, que vivía con su familia en Puerto de Sagunto, Valencia. Pero a cambio de tenerla de nuevo mi madre en Torrebaja, decidieron mandarme a mí en su lugar, a pasar unos meses con mis tíos y primas. Aquella fue mi primera salida larga de la casa paterna; no recuerdo como muy agradable la estancia en aquella ciudad –y no porque se portaran mal conmigo, todo lo contrario-, solo que añoraba muchos a mis padres y hermano. Puedo evocar con absoluta nitidez, sin embargo, el embriagador aroma del azahar en las noches de primavera. Durante el tiempo que mi abuela estuvo en Torrebaja se comportaba con absoluta normalidad; aparentemente nada hacía prever que no estaba bien. Lo único que llamaba la atención de mi madre es que, pese a haber estado tan unidos, la abuela no mencionara nunca al abuelo. Pensaba ella que el no nombrarle le evitaba el sufrimiento de su ausencia. Lo cierto es que no se dio cuenta de lo que sucedía hasta que un día la abuela le dijo: Chica, no sé adonde habrá ido el padre, hace rato que no le veo... –cuando el abuelo hacia ya meses que había fallecido-. Mi madre y sus hermanas siempre llamaron a sus padres de usted, jamás les tutearon. Entre ellas, para referirse a alguno de ellos le nombraban como “el padre” o “la madre”. La educación y el respeto por encima de todo...


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Detalle de la lápida de mi abuela -Domenica Casino Alamán (1877-1960)-, en el Cementerio Municipal de Torrebaja (Valencia), 2013.



Fue en ese tiempo, durante mi permanencia en Puerto de Sagunto, cuando murió la abuela, esto fue el 20 de abril de 1960, poco menos de un año después que el abuelo. La abuela dormía en la misma cama que mi hermano pequeño, en una alcoba junto a la habitación de mis padres. Un día se levantó mi hermano asustado: ¡Mamá, mamá, la abuela, la abuela...! -cuando mi madre llegó la encontró muerta-. Había fallecido durante el sueño, sin enterarse, plácidamente. Ella que había sido tan dispuesta y concienzuda, se marchó sin llamar la atención, silenciosamente, como había vivido. Mi padre se hallaba por aquella época de viaje, con los animales, pues era tratante. En aquel trance se vio ayudada en los trámites del Juzgado y en la cosa del féretro por Emilio Hernández, el del bar y por el tío Gregorio Martínez, el padre de Trini. Ella nunca olvidó la ayuda prestada por estos vecinos... En cierta ocasión, esto ya muchos años después, le pregunté a mi madre lo que había supuesto para ella la muerte de sus padres. Me dijo que fue lo más dolorosos que le había sucedido hasta entonces; superó relativamente bien el suceso gracias a nosotros, a mi hermano y a mí. Vernos a nosotros tan pequeños le daba fuerzas para vivir.



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Los hermanos Garzón Casino al completo -de izquierda a derecha-: Amelia, CelestinaJosé, Clotilde y Francisca Garzón Casino, posando en el patio de mis abuelos de El Cuervo (Teruel), en 1990. 


A modo de epílogo.
Mi abuelo José Garzón está enterrado en el cementerio de El Cuervo,[2] Teruel; y mi abuela Dominica Casino en el de Torrebaja, Valencia.[3] Cuando voy a estos camposantos no falta mi visita al lugar de su inhumación –al de ellos, al de mis padres, abuelos paternos y demás parientes-. La familiares muertos forman una larga procesión, aunque de esta sólo discernimos a ver los más próximos a nosotros. Yo no sé si ellos estarán de alguna forma misteriosa e incompresible pendientes de nuestro devenir –cosa dudosa y altamente improbable-, pero para mí son algo real, hasta el punto de que los vivos constituimos el eslabón de una cadena ininterrumpida con los que nos precedieron y los que han de venir, entre el pasado y el futuro. Pero esto es sólo una idea, el deseo inconcreto de formar parte de algo más importante que nuestra pequeña individualidad. Además, me gusta el precepto bíblico: «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar» (Ex 20, 12). Hoy hay mucha gente, sin embargo, que no cree en Dios ni en la otra vida –ni creen ni les interesa un ápice, pues viven al margen de cualquier trascendencia, etsi Deus non daretur-; pero creas lo que creas, la muerte te alcanza igual; es cuestión de tiempo. Por otra parte -discurren con despreocupación- lo que haya después, ya se verá... Pero nada de lo que cuento tiene la menor importancia práctica; así que cada cual puede pensar al respecto lo que su intelecto le de a entender.

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Vista general de la villa de El Cuervo (Teruel), desde el cerro de san Pedro, con  Castielfabib (Valencia), al fondo (2013).

En suma: tras la lectura del texto expuesto podría pensarse que conocí a mis abuelos, pero lo cierto es que no, no les conocí en absoluto. Me hubiera gustado, no obstante, conocerles, hablar con ellos, saber lo que pesaban, de los acontecimientos que les tocó vivir, de su experiencia. Pero cuando fallecieron yo tenía sólo siete años, y con esa edad apenas podemos entender lo que vemos y oímos. Con la excepción de algunas imágenes concretas, mi evocación se basa en lo que mi madre y sus hermanas me contaron, con lo que propiamente puede decirse que la realidad de todo esto es cuanto menos subjetiva, por mucho que yo la tenga por positiva y verdadera. Vale.







[1] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. Aproximación histórica a la villa de El Cuervo y su parroquial, Valencia, 2000, p. 119.
[2] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. Iconografía funeraria en el cementerio de El cuervo (Teruel), en http://alfredosanchezgarzon.blogspot.com.es/2013/09/iconografia-funeraria-en-el-cementerio.html, del domingo 22 de septiembre de 2013.
[3] ID. Iconografía funeraria en el cementerio de Torrebaja (Valencia), en http://alfredosanchezgarzon.blogspot.com.es/2011/11/iconografia-funeraria-en-el-cementerio.html, del miércoles 16 de noviembre de 2011.

1 comentario:

Ismael Roger Martínez dijo...

Enhorabuena por tu último artículo. Comentarte que leer tu relato me ha hecho recordar a mis abuelos ya fallecidos.

Por la forma que describes la casa de tus abuelos de El Cuervo, está debe ser todo un ejemplo de las casas "que se meten unas con otras", algo que cuesta tanto entender en la actualidad.

Un abrazo desde Chelva.